Para ser sincero, no me sorprendería no recibir muchas respuestas, o incluso ninguna, a la cuestión que estoy por plantear porque, después de todo, es casi un sacrilegio pensar estas cosas, pero es inevitable cuando uno es traductor. La cuestión surge de una conversación que tenía hace un par de días con una traductora sobre qué significa en realidad ser traductor, esa suerte de bicho raro del idioma que anda saltando de cultura en cultura.
Se me ocurría una primera palabra que me genera desconfianza y empieza a definir el trabajo de traducción: “colega”. Un término como “colega” se puede aplicar en muy contadas excepciones en el campo de la traducción. "Colega" se refiere a un grupo de personas que eligen trabajar juntas, (al menos eso dice la etimología... si es que sirve para algo), y eso la carga, creo, de un sentido de comunidad que no llega a aplicarse del todo al ámbito en cuestión. La traducción es una solitaria profesión social. (Acá está el primer oxímoron de los varios que definen, creo, la profesión). El traductor es, en muchos aspectos, un ermitaño. A pesar de lo divertido que resulta el trabajo en grupo, la mayoría de las veces se trata de una actividad poco gregaria, y siempre es una tarea en la cual nuestro único interlocutor es la lengua misma (lo cual es, en cierta medida, tener una conversación con sociedades enteras). Así, el carácter ermitaño parecería no condecirse con el conocimiento social necesario para ejercer una profesión como esta. Sin embargo, cualquier traductor que dé un paso fuera de la sociedad no puede ser un buen traductor, no puede saber cómo manejar los hilos que mueven el idioma. Como individuo social, nace en un código lingüístico y participa en su modificación tanto como cualquier otro, pero ni bien se sienta frente a una computadora a unir culturas, tiene que tomar la primera de sus muchas decisiones: dejar parte de su yo a un costado y hablar con toda la cultura que carga sobre sí "en voz pasiva". Es en ese aspecto en el cual su "ermitaño" es esencial para lograr una buena traducción: ese observador minúsculo que prestó atención a tantos detalles ahora deja que esos detalles hablen, lo atraviesen, salgan de él diferentes a como él los vio, traducidos por sus ojos, pero lo más cristalinos que se pueda.
Pero, se me ocurre, la pregunta podría ser: ¿qué es una buena traducción? Porque ya resulta imposible manejarse con conceptos estéticos universales como los que se concebían antes de la modernidad, y resulta hasta imposible afirmar verdades absolutas. Es que, si se la ve desde el punto de vista nominalista, la lengua se concibe hoy en día como un fenómeno entre otras cosas estético que se encarga de expresar verdades culturales relativas de una época determinada. Puede parece obvio el decir que un buen traductor es quien sabe elegir los elementos más "adecuados" de la lengua para expresar la cultura. Sin embargo, ante la falta de valores universales, el postmodernismo nos dejó en claro que el centro en el cual tanto se confiaba hasta ahora es sólo abismo. Ya no se puede hablar de identidad nacional, cuando cada nación tiene subculturas dentro de sí. La traducción convive con ese abismo, sabe bien que la verdad que está expresando es una verdad pertinente al texto en cuestión y a la época y lugar determinados, y sólo eso. La traducción sabe que ese abismo está relleno de manera momentánea por un consenso social, o varios consensos sociales que, por un lado, tienen expresión delimitada, pero por otro lado conllevan toda la carga cultural del pasado sobre la cual se erigió esa cultura. (La historia entera en un momento) Por eso, ya no se trata de una necesidad de abarcar la mayor cantidad de conocimiento posible del hoy, sino de trabajar con el acervo cultural de miles de años. Ese centro vacío todavía tiene manchas de eurocentrismo, todavía tiene un pseudo-multiculturalismo estadounidense que no llega a reconocer del todo la diferencia. Poco importa lo que el traductor piense: en el momento de traducir es eurocéntrico y hoy escribe con valores culturales estadounidenses y muchos otros de los cuales es muy difícil hacerse consciente si uno queda atrapado en una práctica de traducción mecánica. (Muchos de los problemas de identidad nacional pasan, de hecho, por errores de traducción, malas adaptaciones culturales tanto de ideas como de concepciones, pero ese es otro tema)
Al hablar de error de traducción no me refiero a la traducción sólo como una tarea lingüística, por supuesto. Quien traduce (quien traduce bien) no traduce palabras, sino, en principio, conceptos, valores. Por dar un ejemplo, traducir “polis” como “ciudad estado” es no establecer la diferencia entre las primeras ciudades griegas y la organización política de la Italia de fines del medioevo, principios de la modernidad. Es hacer una mala traducción. Entonces surge otra aparente contradicción que define la profesión en otro aspecto: mientras la moneda de cambio del traductor es el idioma como lo conoce la sociedad, con todos los errores conceptuales y las faltas de sutilezas tan comunes en el habla coloquial, la profesión exige el reconocimiento y la explicación de lo diferente, de las distancias culturales. Toda buena traducción tiene algo de explicación, una solidez que concensúa una verdad inmanente y una lógica interna en la cual toda verdad particular es absoluta dentro del entorno del texto. Tomar decisiones es inevitable en una situación así, y la decisión dependerá, por supuesto, de la posición que se asuma frente al hecho. Si no hay verdades en sí, entonces no hay sentidos profundos que respetar, pero eso implicaría que "todo vale", lo cual es una clara aberración. Entonces es cuando se convierte en actor, cuando interpreta el texto en relación con la discursividad de la cual surge.
El acervo cultural con el que cuente le da las herramientas para intervenir en otra de sus tareas fundamentales: la creación de nuevo vocabulario. La traducción rompe barreras o, mejor dicho, crea nuevas verdades, verdades intermedias, verdades que necesitan innovación lingüística. Entonces ese pequeño ermitaño que mira el mundo desde un costado, que escucha con oído de músico cada latido de la cultura, da un paso adelante y le regala con timidez una palabra a aquello de lo cual se nutre. Es entonces que su "colegiatura" entra en juego, cuando deja a un lado al ermitaño y lanza la palabra para generar cultura, para fomentar el consenso de sus "colegas" (entonces aparecen los "colegas", entra en juego al sociedad). Bien podría decirse que es un niño viejo, un chico que inventa palabras para los nuevos términos, aun a pesar de conocer todas las palabras que designan el mundo que tanto mayor a sus años lo hacen.
¿Corresponderá traducir al traductor como un niño viejo? ¿como un viejo niño?