Tal vez no siempre seamos conscientes de en qué medida nuestra profesión puede tener influencias en la cultura de la cual somos parte. Muchas de las concepciones con las que vivimos hoy en días, entre ellas, por ejemplo, las ideas de paraíso o de ultramundo, atribuidas a las cosmovisiones cristianas, poco tienen que ver con las del judaísmo del cual el cristianismo proviene. En su mayor parte son concepciones heredadas del helenismo a través de las traducciones de Pablo de Tarso. No empleo el término traducción de manera metafórica: uno de los grandes inconvenientes a los que tuvo que enfrentarse Pablo en su divulgación de la concepción cristiana del mundo fue su adaptación a las categorías lingüísticas griegas. Fue una cuestión de poder, una cuestión de insertar esas nuevas ideas en la lengua culta dominante.
Ejemplos sobran, como el uso de la palabra virgen para mujeres de menos de 14 años de edad, o el concepto de carne. De hecho, a propósito de este último, el cristianismo no concibe un alma separada del cuerpo. El concepto de “carne” implica una comunión de cuerpo y espíritu. La resurrección no supone una vida anímica en un plano inmaterial, sino un regreso de la carne a la vida en un mundo purificado. Ahora bien, en el momento de expresar una idea semejante, Pablo, el gentil, hijo de judíos y de griegos, emplea la palabra "****", cuerpo, que el griego diferencia de psyché, alma. Cuando Homero relataba la muerte de los héroes en la Ilíada hablaba de una pérdida de la psyché, una suerte de hálito vital que se expira en el momento de la muerte.
Poco más o menos sucede con ciertas conversiones de términos modernas cuya traducción poco se corresponde con la adaptación cultural. Es por eso que todo traductor que se precie de ser tal no puede menos que ser un profundo psicólogo de la cultura, tanto la propia como la de sus otros idiomas. Es inevitable crear términos, inventar concepciones que diversifican nuestra cultura, la enriquecen. El desafío para el traductor es, ahora, en un mundo tan diversificado y plural, en un cambio tan constante, aprehender los cambios y las variaciones a la velocidad a la que se producen. Es entonces que necesita entender la psicología de la cultura, los hilos que lo mueven. Cuando se piensa en ciertos problemas de traducción que ya enfrentaba la antigüedad, resulta casi risible la idea de que el concepto de "localización" tenga algo de innovador. ¿Qué fue lo que hizo Pablo sino "localizar" la cosmovisión judía, tratar de adaptarla a la visión del mundo de las categorías lingüísticas griegas? Cuando se habla de la precisión del traductor, de la traición del texto original parecen no tenerse en cuenta ya no estas diferencias culturales, sino las diferencias que existen de una discursividad a otra. ¿Qué diálogo podía haber entre Jesucristo y la religión judía? Y estaban todos en la misma región geográfica, dentro de un contexto similar.
El tema es mucho más complicado de lo que parece a simple vista, pero lo hace a uno pensar en qué medida es fútil esta tarea que como profesión nos imponemos todos los días...